Querida yaya,
En los últimos años había soñado por la noche varias veces que te morías y, a la mañana siguiente, llamaba a mamá preguntando si todo estaba bien. Siempre creí que el día que decidieras irte soñaría algo, notaría algo, vería alguna señal. Pero no ha sido así. La señal fue un whatsapp en el móvil que leí al despertarme y que me dejó paralizada. Mi yo adulta aceptó la decisión de tu alma y conectó con la gratitud de haberte tenido cerca durante 52 años pero, mi pequeña Inge, se entristeció tanto ante la sola idea de no volver a verte, de no habernos despedido, de no haberte dado un último beso de adiós.
Te vi por última vez hace unas semanas, en la residencia que era tu hogar desde hacía años. Estabas de buen humor. Mamá te trajo una bolsa de caramelos y te pusiste contenta y te la escondiste bajo la blusa para que las cuidadoras no te la vieran, como si estuvieras haciendo una travesura. Tu humor era siempre mordaz y tu ánimo, cambiante.
Ya hacía tiempo que, las últimas veces que te íbamos a ver, nos hablabas siempre de tu pueblo, de tu infancia y de tu madre. Preguntabas por tu hermana Faustina, que yo ni siquiera llegué a conocer. Recordabas a tu hermano Tomás que mataron en la guerra civil cuando era solo un adolescente. Curioso como al final del ciclo de una vida volvemos al principio, a los recuerdos de aquellos días azules de la infancia, a aquel pasado que nunca nos abandona porque forma parte de nosotros y que siempre está ahí esperando ser recuperado.
Yaya, tú estuviste muy presente en mi infancia. Recuerdo que venías a buscarnos a mi hermana y a mí al parvulario y nos hacías sopa de pasta maravilla o de letras. Me gustaba más la de pasta de letras pues jugaba a formar palabras que colocaba cuidadosamente en el borde de aquellos platos de cristal de Duralex.
Recuerdo las meriendas de leche con cola-cao y galletas María viendo alguna zarzuela en la tele y esperando a que llegasen mis padres de trabajar. Recuerdo tus canelones cada Navidad, tus torrijas y la “torre”, la casa de campo que teníais y donde pasé todos los meses de julio de los veranos de mi infancia.
Aquellos veranos de siestas bajo los pinos, de dos horas de digestión antes de bañarnos en la piscina, de partidas de petanca e inacabables sesiones jugando al Rummikub antes de dar “la vuelta a la manzana” por la noche e irnos a dormir. Aquellos veranos ayudándote a recoger judías, tomates del huerto y cerezas. Observando como cortabas orgullosa las rosas de tus enormes rosales para llenar la casa de ramos de tu flor preferida. Veranos de sobremesas viendo alguna serie en la tele cogida a tu brazo y con mi cabeza apoyada en tu hombro. Aquellos cálidos veranos al Sol con sabor a mermelada de tomate recién hecha, coloreados de mariposas, abejorros y flores. Aquellos veranos de bicicletas, juegos de mesa, helados de corte y tormentas de tarde que te daban miedo.
Días antes de irte, dijiste que habías visto a tu padre y a tu madre que venían a buscarte para regresar al pueblo. Hiciste que te pintasen la uñas de color carmín, tu preferido, y te fuiste una noche a dormir para no despertar más. Te fuiste a los 98 años, cuando tú lo decidiste, como no podía ser de otra manera, tranquila y sin sufrir. Se que, estés donde estés, estás bien. Honro tu vida y tu muerte. Honro mi linaje materno del que formas parte. Te agradezco el amor, tu fortaleza y los años compartidos.
Y siempre te echaré de menos yaya.


Precioso regalo de despedida éste escrito a tu yaya... Lamento tu pérdida querida Inge. Un abrazo inmenso
Qué bonito Inge. Seguro que tu yaya lo ha leído con una sonrisa. Me has tocado el corazón. Un abrazo grande como la Luna.